Mi nombre no importa, pero sí el día de mi nacimiento y mi condición profesional.
Nací un 26 de abril de 1948 en una ciudad cualquiera.
Elegí la profesión de arquitecto porque me gustaba, y además porque
me atraía la idea de trabajar como profesional gestionando mi propio
despacho.
Me interesaba y me interesa la docencia, pero compatibilizándola con
el ejercicio liberal. La figura de profesor asociado era la más
adecuada, ya que me permitía volcar en clase toda la experiencia que
adquiría en el ejercicio de la arquitectura.
La docencia me obligaba a una sistematización y a una síntesis de los
conocimientos adquiridos que hubiera resultado imposible de cualquier
otra manera. El hecho de dar las clases me satisfacía en la creencia de
que muchas de las cosas aprendidas con la experiencia no se perderían en
el olvido. “El aprendizaje”, les decía a mis alumnos, “solo se realiza
de dos maneras, por medio del estudio o por medio de la experiencia. Lo
óptimo es la combinación de ambas y lo que hago es transmitiros mi
experiencia combinándola con el estudio”.
Así he pasado muchos, muchos años de mi vida profesional, hasta que llegó el pasado 26 de abril, jueves.
Las clases que tenía asignadas eran los lunes y los miércoles. El
lunes siguiente al 26 de abril, como todos los demás lunes, me disponía a
entrar en el parking del Politécnico para impartir la clase
que empezaba a las ocho y media de la mañana. Para mi sorpresa, el
control de entrada al parking no reconocía mi tarjeta de
identificación. No era la primera vez que se estropeaba aunque, cuando
eso ocurría, la barrera de acceso se quedaba levantada para permitir el
paso. En esta ocasión no ocurrió así. Menos mal que el tráfico esa
mañana había sido muy fluido y había llegado con bastante margen de
tiempo. Pude aparcar fuera del recinto junto a unos campos de cebollas.
La sorpresa continuó cuando el miércoles siguiente siguió sin abrirse el control de acceso al parking
y la barrera permanecía bajada, y fue mayúscula cuando constaté que mi
contrato como profesor asociado había finalizado el 26 de abril, el día
que cumplía los 65 años. Ni un escrito, ni un e-mail, ni un SMS, ni tan siquiera, una “indemnización en diferido”. La nada.
Parece ser que hay una diferencia genética entre los profesores
asociados y los profesores titulares que hacen que el proceso de
envejecimiento sea diferente. Los asociados envejecemos antes y nos
tenemos que jubilar a los 65 años. Los profesores titulares, por el
contrario, poseen un gen de juventud que les permite jubilarse a los 70
años.
El cumpleaños es una fecha que a veces puede pasar desapercibida a
los amigos y familiares, pero no a un ordenador, de hecho, hubo un
aniversario en que la primera felicitación que recibí fue la de mi
óptica por medio de un SMS.
Ante una situación como la descrita no dejaba de preguntarme qué
podía hacer: ¿desaparecer de clase de un día para otro?, ¿dar por
acabado el curso con antelación?, ¿modificar mi estructura de ADN
adquiriendo el gen de juventud de los profesores titulares?
Después de un debate profundo en casa con mi mujer y mis hijos,
estudiantes universitarios también, decidí continuar con todo, con las
clases, con las tutorías, con los exámenes, con las actas. Curiosamente
no tenía acceso al parking, ni al sueldo (309 euros al mes),
pero mi tarjeta de identificación sí era reconocida por el programa de
control de horarios y de gestión de actas.
El curso ha finalizado. Todos los trabajos han sido entregados y evaluados y ha sido uno de los mejores cursos.
Me resulta “curioso” el sistema de priorización de gasto público en
donde por un ahorro de unos cientos de euros, se pueda malograr un curso
sin pensar en los alumnos.
Tenemos un sistema inhumano en el que se prioriza lo económico frente
a las personas, en este caso profesores y alumnos que deben ser el
objetivo básico de la enseñanza y de nuestro futuro.
Tristemente, algunos alumnos me han comunicado su intención de
abandonar los estudios por el incremento del coste y el recorte de las
becas. Otros, se matriculan de menos asignaturas alargando la duración
de la carrera porque no pueden sufragar el brutal aumento de la
matrícula de las asignaturas pendientes. Gravísimo error porque si algo
parece incuestionable es que la salida de la crisis en nuestro país
pasa, indefectiblemente, por la formación de nuestros jóvenes en general
y nuestros universitarios en particular.
Parece que todo esto está en concordancia con los tiempos que corren y
con los criterios que se aplican, pretendiendo ahorrar en donde no se
debe y, por el contrario, manteniendo ineficiencias y despilfarros. Dos
ejemplos anecdóticos, pero significativos: lo que paga una
Administración pública por un partido de baloncesto es el equivalente a
la matrícula de 200 alumnos universitarios. Lo que cuesta mantener una
bandada de rapaces para controlar una plaga de conejos en un aeropuerto
sin aviones, es el equivalente al coste de casi 150 matrículas.
Esperemos que todo esto no vuelva a ocurrir y que la sensatez vuelva a
imperar, aunque ya nada me podrá hacer olvidar “el día que me convertí
en un don nadie”.
Luis Casado es arquitecto y exprofesor de Urbanismo.
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